Hoy me acuerdo de aquellos días de verano sin preocupaciones.
De aquellos días sin fin, que transcurrían de la piscina pintada de azul al caño (cuando era día de riego), cazando ranas, haciendo excursiones entre los árboles, arañándonos con las púas de los limoneros, merendar subidos a una higuera con las rodillas llenas de ronchas, producto de muchos golpes que no hacían daño. Me acuerdo de los bocadillos de Nocilla debajo del jazminero, de la lengua salada de tanto comer pipas mientras jugábamos a la brisca con los abuelos, de las cacerolas de agualimón, de los collares de "Pedros de noche", del abuelo tocando su música, de nosotros bailando la raspa, de cuando un murciano ganó la plata en las olimpiadas...
O esos otro días, en la playa, jugando con la arena a hacer castillos, o la comida de nuestro restaurante imaginario, saltar las olas, saborear un plato combinado como la mayor delicia gastronómica, caminar por el paseo de noche suplicando que te compraran uno de esos juguetes absurdos que vendían por cien pesetas en aquellos tenderetes y ser inmensamente feliz el día que lo conseguías, comerte un gofre, o cenar chanquete mientras los mayores hablaban de sus cosas y los observabas viendo lo peculiares que era algunos de los amigos de tus padres, ese pintor que traía una esposa diferente ese verano y una hija mayor que te enseñaba a hacer trenzas de raíz y te contaba historias interesantes sobre campamentos y amoríos, ese médico al que descubrías distinto sin su bata de médico, que el cantante argentino sacara la guitarra para cantar después de la cena, visitar la casa de una bruja repleta de un montón de cachivaches que te parecían tesoros, o aquel fotógrafo de viajes que me enseñó a dibujar al Pato Donald (sin mucho éxito) y que me trajo un bonito traje de marruecos de color rosa. Días de desayunos con periódicos y el Pequeño País y noches de canciones de romances de condes, de enamorados y muerte, de las morillas de Jaén, para hacer más llevadera la vuelta a casa...
Y también aquellos días de juegos en la calle, de vecinos de diferentes edades, de cenas de bocadillo en un callejón, de escondite, de el pañuelo, del bote botero, de tomar el fresco con las vecinas, de la creación del periódico vecinal (que sólo tuvo una entrega), de silbar verano azul en las bicis, de enfados infantiles "porque me tocaba a mí", de los veinte duros de chuches para ir al cine de verano, de las investigaciones nocturnas para averiguar si en realidad aquel vecino mayor y cascarrabias era un terrible asesino y esa risa nerviosa que nos entraba cuando corríamos porque nos descubría...
Esos veranos sin preocupaciones tan diferentes a éste, a estos últimos... en los que me pregunto desvelada muchas noches, por qué narices decidí lo que decidí.¿Por qué a veces, de joven, te buscas problemas para descubrir más tarde que no hacía falta salir a buscarlos porque los problemas ya vienen solos?. Pero supongo que así, tiene más emoción la vida. O quizá sólo lo digo por encontrar un pequeño consuelo, como la zorra aquella que por no poder alcanzar las uvas, se convenció a sí misma de que estaban podridas.